jueves, 23 de mayo de 2013


         Cuando el Prójimo Tiene Nombre y Apellido






 No es difícil amar al prójimo si lo tomamos como colectividad. Sin embargo, las cosas cambian cuando se trata de amar a una persona en particular. En el caso de algunos, el amor al prójimo se limita a los donativos que hacen a una determinada entidad de beneficencia. Claro, es mucho más fácil afirmar que amamos al prójimo que amar de verdad a un compañero de trabajo que nos trata con frialdad, a un vecino desagradable o a un amigo que nos ha fallado.

 En este aspecto de amar a un individuo en específico podemos aprender mucho de Jesús, quien reflejó a la perfección las cualidades de Dios. Aunque vino a la Tierra para quitar el pecado del mundo, demostró amor a seres humanos concretos: a una enferma, un leproso, una niña... (Mateo 9:20-22; Marcos 1:40-42; 7:26, 29, 30; Juan 1:29). De igual modo, nuestro amor al prójimo se revela en el trato que damos a las personas con quienes nos relacionamos día a día.

 Nunca olvidemos que el amor al prójimo está ligado al amor a Dios. Jesús ayudó a los pobres, curó a los enfermos, dio de comer a los hambrientos y, además, enseñó a las multitudes. ¿Por qué lo hizo? Porque quería ayudarlos a reconciliarse con Jehová (2 Corintios 5:19). Él efectuó todas las cosas para la gloria de Dios, y jamás perdió de vista el deber de representar a su amado Padre y ser un fiel reflejo de su personalidad (1 Corintios 10:31). Si imitamos a Jesús, nosotros también amaremos de verdad al prójimo, al tiempo que nos mantendremos separados del mundo, es decir, de la humanidad malvada.


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